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Lengua de señas
Thomas van der Hammen nunca se definió por su profesión de geólogo o sus estudios en botánica, palinología, ecología y conservación, sino por su mirada amorosa, integral y comprensiva de la naturaleza y las personas. Sus familiares, amigos y colegas recuerdan su legado y esperan que nunca muera. Hace cien años, el 27 de septiembre de 1924, en Schiedam, Holanda, nació Thomas van der Hammen, el científico que dejó su vida y obra plasmadas en un bosque nativo que sembró en la sabana de Bogotá; en una capilla que construyó en honor a San Francisco de Asís en su casa familiar de Chía (Cundinamarca); en 63 libretas de campo con todos los detalles de sus expediciones por distintos lugares del mundo; en más de 300 publicaciones científicas y, sobre todo, en decenas de personas que se han propuesto compartir y replicar el mensaje de amor profundo por la naturaleza que él les dejó.
Thomas van der Hammen, geólogo y botánico, murió con el corazón colombiano. Entre 1951 y 1959 pasó su primera temporada en el país, en la cual estudió la vegetación, el polen y los aspectos geológicos de la Amazonía; investigó la formación Guaduas (Cretáceo superior y Terciario inferior) a través del muestreo de polen fósil; visitó La Chorrera (Túquerres, Nariño) para analizar algunos movimientos en masa; hizo levantamientos de depósitos carboníferos del Terciario en el Suroeste Antioqueño; muestreó en el Catatumbo polen del Cretáceo Superior y Terciario, y realizó otras actividades en las que recabó información inédita para aportar al desarrollo de la palinología tropical. A principios de la década de los 50, conoció a Ana Malo, “Anita”, a quien, según sus relatos en el libro “Una vida vivida”, vio por primera vez en el departamento de fotogeología del Servicio Geológico Nacional (hoy Servicio Geológico Colombiano). “Ya sé que la querré mucho cuando se vuelva vieja y arrugada, o cuando esta carita tan bella, querida y suave de ella se pierda. Se trata entonces de la esencia de ella, su alma, que no puede perderse y que da comunicación, unión, con lo divino en el hombre”, escribió el geocientífico, con la convicción de que en Anita encontró un refugio, una familia (con ella tuvo tres hijos) y una aliada para construir el legado científico que hoy tantos le reconocen.
Thomas van der Hammen y Ana Malo Rojas a inicios de los años 50.
Uno de los principales admiradores de su obra es Manuel Rodríguez Becerra, exministro de Medio Ambiente de Colombia, quien recuerda que desde que conoció a Thomas van der Hammen a principios de los años 90, este no solo se convirtió en su guía en todo lo relacionado con política ambiental, sino también en un amigo con el cual pudo explorar temas de interés común como el cambio climático y la protección de la biodiversidad.
“Él era un naturalista como los del siglo XIX, con una enorme cultura y conocimiento sobre las diferentes áreas de las ciencias de la vida y de ciencias geológicas. Daba lecciones muy amplias y profundas sobre muchos temas, por ejemplo, sobre el origen de la región amazónica, algo que pudo investigar con sus muestras de polen fósil”. Tanto para él como para Julio Carrizosa, ambientalista que fue director del Instituto Geográfico Agustín Codazzi y gerente del entonces Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Ambiente (INDERENA), la mirada holística que Thomas tenía de la naturaleza, en la que incorporaba sus conocimientos en geología, ecología, botánica, palinología e incluso antropología y arqueología, lo convirtió en el último gran naturalista que vivió en Colombia hacia finales del siglo XX y comienzos del XXI. “Nosotros nos acercamos cuando empezó la discusión sobre hasta dónde iba el límite de Bogotá dentro de la sabana, hasta dónde podía urbanizarse. De esa discusión salió lo que hoy se conoce como la Reserva Forestal Thomas van der Hammen. Su muerte significó para mí una catástrofe, porque antes de eso compartimos mucho en su casa, donde sembró un bosque nativo y me dio muchas recomendaciones para yo hacer lo mismo en un terreno mío en Tabio”, recuerda Carrizosa.Además, recalca la relevancia de obras de van der Hammen como la serie de publicaciones Ecoandes, en las que, con el liderazgo del científico se estudiaron transectos de ecosistemas de las cordilleras Central, Occidental y Oriental de los Andes, así como la Sierra Nevada de Santa Marta. Estos estudios, afirma Carrizosa, incorporaron esa mirada holística e integradora de la naturaleza, en la que la historia geológica estaba intrínsecamente conectada con aspectos como la biodiversidad y el clima. Para Thomas van der Hammen todo debía entenderse en conjunto. Van der Hammen, las geociencias y el cambio climáticoA partir de las muestras de polen fósil que Thomas van der Hammen recolectó en la Amazonía y la sabana de Bogotá, se convirtió en uno de los científicos pioneros en afirmar que el cambio climático no solo ocurría en los polos o en las latitudes altas de la Tierra, sino que era un fenómeno global que también tenía un impacto importante en el trópico. “Él tuvo una especie de intuición, pero esa intuición realmente la trabajó con muchos datos en muchos lugares del país, y también compartió la información con investigadores extranjeros”, afirma Julio Fierro Morales, director del Servicio Geológico Colombiano y quien conoció al científico cinco años antes de su muerte en 2010.
Precisamente, en su primera temporada en Colombia, fue esta entidad la casa de Thomas van der Hammen, donde se desempeñó como jefe del departamento de Palinología y Paleobotánica y comenzó a desarrollar el estudio de palinología tropical del Cretáceo, Terciario y Cuaternario, junto con otros investigadores de la facultad de Ciencias Geológicas en la Universidad Nacional. Más adelante, entre los 70 y los 80, el geocientífico lideró las investigaciones que permitieron reconstruir la historia geológica de la sabana de Bogotá. La base de estos estudios fueron los núcleos sedimentarios Funza I y Funza II. Este último, actualmente alojado en la Litoteca Nacional del SGC, es el más completo perforado en la sabana de Bogotá (con casi 600 metros de profundidad), pues cubre todo el período del Cuaternario. Gracias al análisis de estos núcleos en cuanto a su contenido de materia orgánica, distribución del tamaño de granos de los sedimentos e indicadores paleoclimáticos biológicos y físicos, se reveló cómo fue el cambio de la laguna de la sabana de Bogotá en los últimos 2,5 millones de años (esta desapareció hace cerca de 30 mil años), además de cómo fueron los procesos de evolución de ecosistemas como los bosques altoandinos y páramos. Este conocimiento, que se ha ido alimentando a través del tiempo por parte de otros investigadores, es una de las razones por las que Julio Fierro impulsó la creación del grupo de investigación en Paleoclima y Cambio Climático del SGC, con el cual se busca entender mejor la evolución climática del país para aportar información valiosa a estrategias de mitigación y adaptación al cambio climático en Colombia y el mundo. Este grupo, dice Fierro, es la continuación de la labor que van der Hammen inició. También es una forma de honrar su memoria. “Recuerdo una salida que tuvimos para un congreso de geología. Íbamos en un bus y Thomas pidió que paráramos porque quería mostrarnos una manchita de bosque altoandino y hablarnos de las unidades cuaternarias de la sabana de Bogotá. Cuando nos bajamos, Thomas descendió con su bastón (porque ya las rodillas le fallaban) desde la carretera hasta donde estaba el relicto. Los organizadores le dijeron: profesor van der Hammen, no es necesario que vaya, nos puede explicar desde aquí. Él los miró y les dijo: no, es desde aquí que es posible entender… Con eso nos indicó que la naturaleza se estudia desde adentro, dejándonos atravesar los sentidos”. En ese momento, Thomas recogió hojas del suelo, las acarició y las olió para llenarse de la fragancia del bosque. Esa escena, que pudo haber pasado desapercibida para algunos, fue una lección para el actual director general del SGC, quien está convencido de que ese grado de conexión y sensibilidad frente a la naturaleza es algo que deberían tener los geocientíficos actuales. “El mensaje más bonito que yo recibí de él es que uno no puede abstraerse de la naturaleza para estudiarla. Hay que estar en ella para entrar en un estado místico de entendimiento”, comenta.
Para van der Hammen era necesario tener experiencias sensoriales profundas con la naturaleza.
Sergio Gaviria, químico, Doctor en Ciencias del Suelo y asesor del SGC, también fue testigo de la escena que menciona Julio Fierro, así como de muchas otras que le quedaron en la memoria a partir de su amistad con Thomas van der Hammen, a quien se acercó a inicios de los años 90 cuando el geocientífico llegó a Colombia, después de su jubilación en la Universidad de Ámsterdam, para instalarse definitivamente en su casa de Chía. En ese entonces, Gaviria pudo aportar su conocimiento sobre suelos a un proyecto en el que estaba trabajando van der Hammen y, posteriormente, unieron esfuerzos para la creación del mapa del Neógeno y Cuaternario de la sabana de Bogotá (el último período geológico desde el levantamiento de la Cordillera de los Andes) desde el Ingeominas (hoy SGC), donde Gaviria era funcionario de la Dirección de Laboratorios. A partir de esa época se hicieron amigos y compañeros de proyectos. Para Gaviria, algunos de los grandes aportes de van der Hammen para las geociencias fueron los estudios de polen hallados en sedimentos de la sabana de Bogotá, con los cuales describió cómo se dio el levantamiento de la cordillera Oriental y cómo se adaptó la vegetación tropical ante ese evento, y las investigaciones sobre los períodos glaciares e interglaciares durante el Cuaternario (en las que utilizó polen de los sedimentos lacustres de los altiplanos), las cuales lo convirtieron en uno de los primeros científicos en asegurar que el cambio climático era un fenómeno global y no local. “Además, Thomas nos mostró que las geociencias debían transformarse...Durante muchas décadas los servicios geológicos en el mundo se orientaron a conocer principalmente temas como las formaciones geológicas y la tectónica, pero con un énfasis en la búsqueda de recursos minerales. Sin embargo, él nos dio línea para entender que esa mirada de extracción y sobreexplotación de recursos debía cambiar, y que era necesario empezar a pensar en unas geociencias más conectadas con la naturaleza”, explica Gaviria. La misión familiar de los van der HammenEl paisaje interno de Thomas van der Hammen era tan amplio como diverso. Su espíritu estaba hecho de frailejones y sabanas; bosques altoandinos y semillas de alisos; granos de polen y sedimentos de lagos; rocas y hojas secas; y polinizadores y hormigas. Estaba hecho del bosque Santa Clara (el que sembró) y de la Sierra Nevada de Santa Marta, de los parques Chiribiquete y El Cocuy, de los Alpes y de los humedales de Biesbosch. Estaba hecho de Anita, de sus hijos Thomas, Cornelis y María Clara, y de sus nietas Sabina y Camila.
Precisamente, estas últimas tres mujeres se han encargado de mantener viva la memoria del geocientífico de diferentes maneras: María Clara lo hace a través de la coordinación de proyectos en la organización Tropenbos Colombia, la cual busca fortalecer la diversidad cultural y de la biodiversidad del país.Por su parte, Sabina se convirtió en la representante de la Reserva Forestal Thomas van der Hammen, un papel que asumió para defender la visión de su abuelo frente a la necesidad de conservar la estructura ecológica principal de la sabana de Bogotá (representada en lo que es hoy la reserva); y Camila es médica, una profesión que ejerce en territorios amazónicos y desde la que ha puesto a prueba la rigurosidad científica y la ética de trabajo que heredó de su abuelo. Las tres coinciden en que el mensaje principal que recibieron de Thomas van der Hammen fue la necesidad de amar y cuidar la naturaleza. “Mi papá nos mostraba ese amor de muchas maneras: mirando granos de polen en el microscopio, explorando paisajes como dunas y bosques, admirando la forma de los glaciares…Nos invitaba a tocar, a sentir, a observar, a escuchar, a acostarnos en el musgo y a olerlo. Es maravilloso saber que hay personas que han incorporado este tipo de prácticas en su manera de hacer ciencia”, dice María Clara, con la convicción de que es esto lo que mantendrá el legado de su padre. Mientras tanto, Sabina y Camila resaltan otra enseñanza que les dejó su abuelo: la generosidad con el conocimiento. Ambas recuerdan cómo en la casa en la que crecieron junto a él, en Chía, siempre había visitantes: desde los niños del vecindario que iban a pedir ayuda con las tareas del colegio, hasta importantes líderes políticos que llegaban a hacerle preguntas sobre temas ambientales y territoriales. Ese entorno abierto y lleno de discusiones que las formaron, dicen ellas, también tuvo una gran influencia de su abuela, a la que le atribuyen un don especial en el trato de las personas y una sensibilidad para el activismo social. Sin ella, aseguran, su abuelo no habría podido dedicarse con tanta disciplina y pasión a la ciencia. Tanto Anita como Thomas están sepultados en la casa familiar, al lado de la capilla que él construyó para honrar las enseñanzas franciscanas que siguió durante su vida. “Han pasado cien años desde que nació mi abuelo, y 14 años desde que murió. Es muy valioso que haya podido construir un legado que nosotras tratamos de seguir, así como también lo hace tanta gente que lo conoció”, dice Sabina, mientras Camila concluye convencida de que “la generosidad con el conocimiento que lo caracterizó es una invitación para que nuevos científicos generen, intercambien y usen sus saberes y empiecen a escuchar cada vez más a la naturaleza”.