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Lengua de señas
Este ingeniero civil que se convirtió en geocientífico por una jugada del destino, es hoy el coordinador de los Observatorios Vulcanológicos y Sismológicos del SGC, ubicados en Pasto, Manizales y Popayán. Para sus compañeros, Roberto no solo es un excelente científico, sino una persona maravillosa; algo tan cierto como que las erupciones volcánicas son imposibles de predecir.
La mañana del 20 de marzo de 1989, Roberto Torres estaba en su casa preparando el viaje que haría ese mismo día, desde Pasto hasta Tumaco, para iniciar su primer proyecto profesional como ingeniero civil, cuando Diego Gómez, un compañero universitario, llegó a su puerta con la noticia de que un profesor los estaba requiriendo a ambos para trabajar en el proceso de monitoreo volcánico de Ingeominas, hoy Servicio Geológico Colombiano.
Recibir esa propuesta fue un “¡no se diga más!”, porque, ¿qué podía ser más fascinante que estudiar volcanes? Entonces, con mucha vergüenza, rechazó el empleo que ya había aceptado, recomendó a su hermano Jesús Eduardo como reemplazo, y se fue rumbo a lo que hoy se conoce como el Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Pasto, donde ha trabajado los últimos 35 años.
Por su formación como ingeniero, Roberto estaba seguro de que se enfocaría en tareas relacionadas con el cálculo de la deformación, una línea de la vulcanología que establece si una estructura volcánica sufre cambios de forma o tamaño debido a su actividad. Sin embargo, fue la sismología volcánica lo que lo atrajo después de que Fernando Gil, entonces coordinador del Observatorio, le dio todas las razones para dejarse cautivar por ella. “Encontrarme con él fue definitivo. Representó la savia que me nutrió con conocimiento y pasión por la vulcanología. Eso es algo que siempre le agradezco”, dice con nostalgia.
A ese ritmo de novedades, descubrimientos e incluso errores, Roberto aprendió a soñar con las posibilidades de la vulcanología, pero en 1993, ese camino por el que lo encarriló la vida, sin que él lo pidiera, se le hizo difícil de transitar. El 14 de enero de ese año el volcán Galeras hizo una erupción que desde el punto de vista geológico no tuvo grandes dimensiones, pero desde el punto de vista humano fue una tragedia: allí perdieron la vida nueve personas, entre ellas seis geocientíficos. José Arlés Zapata, quien lo inspiraba a diario con su inteligencia y conocimiento, su “compañerito” de jornadas exhaustivas, fue una de las víctimas.
“Estábamos haciendo una salida de campo como parte de un taller internacional de vulcanología. Esa mañana salí con el grupo de sismología, junto con el grupo de geoquímica, hacia la parte alta del volcán. José Arlés estaba en la zona del cono activo. Al final de la mañana me despedí de él por radio y le dije que ya iba a regresar, y él me dijo que también ya iba de salida. Cuando ocurrió la erupción, pasado el mediodía, traté de comunicarme con él y ya no me respondió. Ahí tuve la corazonada sobre lo que había pasado. Fue uno de los momentos más dolorosos de mi vida”, dice entre lágrimas y con la voz entrecortada.
Hace una pausa para respirar profundo y, luego, afirma que ese día entendió que la vulcanología suponía peligros, algo que hasta entonces, en medio de la aventura y el aprendizaje, no se le había cruzado por la cabeza. Otra revelación que le llegó en ese momento fue que para cumplir su misión en la ciencia, debía empezar a considerar y a evitar los riesgos que se desprendían de los eventos volcánicos; algo que también fue un aprendizaje para muchos de sus compañeros. “Desde entonces nos propusimos hacer todo lo que estuviera a nuestro alcance para no repetir una historia así de dolorosa”.
Los viajes, los descubrimientos y la gratitud por la vulcanología
Para 1994, Roberto empezó a trabajar en un artículo científico sobre una señal sismo-volcánica que podría aportar información sobre la inminencia de una erupción volcánica. Como se explica con detalle en el texto “Los científicos colombianos que redescubrieron y bautizaron un tipo de temblor”, esta investigación, en la también participaron Diego Gómez y Lourdes Narváez, describió un comportamiento atípico (pero sistemático) en una serie de sismos que ocurrieron antes de varias erupciones explosivas del volcán Galeras. Estos sismos adquirieron el nombre de tornillos, pues en los registros adquirían una forma similar a la de un tornillo de rosca golosa.
Esta investigación lo llevó lejos. Primero, a Italia (1994), donde expuso los resultados ante colegas de todo el mundo. Esto, dice, gracias al apoyo de Bruno Martinelli (Q.E.P.D.), el vulcanólogo que fue su “mayor motivador” para escribir el artículo científico, que le ayudó a corregirlo (con gracia, revela que Martinelli le dejaba en el documento comentarios como “blablablá”, para sugerirle que quitara la “carreta” y fuera más concreto con sus ideas) y que gestionó los recursos para el viaje.
Segundo, pudo establecer una alianza con el Instituto Federal de Geociencias y Recursos Naturales de Alemania (1999) para apuntarle a dos objetivos: aprovechar los datos que se estaban produciendo en Galeras a partir de las primeras estaciones instaladas con sensores sísmicos altamente sensibles, y desarrollar estaciones multiparámetro, es decir con presencia de distintos tipos de sensores para monitoreo físico-químico, en distintos volcanes del país.
“Muchos pensaron que los tornillos eran el resultado de un problema de amortiguamiento en los instrumentos de monitoreo, pero gracias a Bruno las personas recibieron esta información con mayor seriedad”, recuerda, y añade que con el tiempo, los sismos tornillo empezaron a ser reconocidos y analizados en países como Ecuador, Chile, Costa Rica, Indonesia, Italia, Estados Unidos y Japón.
En este último país vivió entre 2009 y 2010, específicamente en Tokio y Tsukuba, gracias a una beca para estudiar una maestría en Gestión de Desastres y Sismología, con la cual no solo pudo indagar con mayor profundidad en las características y tipos de las señales sísmicas-volcánicas, sino obtener un reconocimiento por la mejor investigación del programa. Durante sus estudios conoció al profesor Hiruyuki Kumagai, su director de tesis, quien posteriormente lo llevó a participar en distintos proyectos de investigación con la Universidad de Nagoya.
Todas estas experiencias le ayudaron a configurar una idea poderosa: “la vida en las zonas volcánicas se puede desarrollar porque hay personas que dedican sus vidas a monitorear y a vigilar la actividad de los volcanes. No podemos perder perspectiva de eso porque es lo que nos lleva a entender la gran responsabilidad que tenemos con las comunidades. Es lo que le da ética a nuestra labor”, explica con convicción.
Esa visión de la labor que realiza es algo que admira John Makario Londoño, director de Geoamenazas del Servicio Geológico Colombiano, quien conoce con detalle la trayectoria de Roberto desde hace más de 20 años. “Su trabajo es impecable. Tiene muy metidos en su ADN una capacidad analítica y un manejo de conceptos técnicos relacionados con las matemáticas y física que son indispensables para entender los fenómenos sísmicos y volcánicos. Es un científico muy completo, pero también es una persona excepcional. Es altruista, honesto, responsable y tiene unos valores dignos de admirar”.
Con esto está de acuerdo Lourdes Narváez, quien lleva más de 30 años trabajando con Roberto en el Observatorio Vulcanológico y Sismológico de Pasto. “Ha sido muy grato tener cerca a Roberto. Es una de las personas más inteligentes que conozco. Hace su trabajo con mucha entrega y amor, y eso es un ejemplo para muchos. No solo es una de las personas que más sabe de sismología en Colombia, sino que nunca se cansa de investigar y siempre está dispuesto a compartir lo que sabe”. Precisamente, uno de los sueños de Roberto, quien es el actual coordinador de los Observatorios del SGC, es escribir un libro con los aprendizajes más importantes de su carrera para compartirlo con las nuevas generaciones de vulcanólogos del SGC.
John y Lourdes hacen parte de uno de los tres mayores logros de Roberto en el SGC: tener amigos con los que no solo ha podido compartir la vulcanología, la gran pasión de su vida, sino también con los que ha podido crecer a la par. Sus otros dos grandes logros son el haber podido quedarse en la entidad como un profesional de planta, desde principios de los 90, y el haber podido formarse de distintas maneras: desde las capacitaciones y estudios internacionales, pasando por las cientos de salidas a campo que le han permitido acercarse a territorios y culturas del país, hasta intercambios de conocimiento con personas que se dedican múltiples disciplinas (como la geología y la química).
En este punto, mira con perspectiva al pasado y se le despierta una gratitud inmensa con las oportunidades y los colegas que han llegado a su puerta, pero sobre todo con la rigurosidad científica de su padre (quien fue médico) y con el alma compasiva de su madre, los luceros que lo han guiado a lo largo de su vida y que, después de 35 años en el SGC, aún le siguen despertando el deseo de aprender y de compartir. Para él, de eso se trata su tránsito por esta existencia.